En el café del museo

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El miércoles por la tarde estaba buscando un lugar tranquilo, con buen Internet, para terminar mi ensayo sobre el teatro de la calle como parte del festival Cervantino. Encontré el cafe adjunto al patio del Museo Iconográfico del Quijote. Por el momento, no estoy hablando del museo como museo, sino del café como café, como un lugar social. Hay que decir, antes de todo, que el espacio era perfecto para pensar y escribir. El café estaba a un lado, en una sala pequeña, pero también había mesas en el patio central del museo, y fue allí donde me puse a escribir. El ambiente del patio era muy tranquilo con la luz filtrada, suave y gris: lo mejor para alentar pensamientos artísticos. Y había música —sonidos fantasmales de un piano— ¿de dónde? Averigüé, y encontré una mujer tocando un piano de cola en una de las galerías. Ella estaba a solas, y yo no sabía si su actuación era parte de la programación del museo, o si ella simplemente estaba aprovechando el piano para practicar. En todo caso, su técnica era muy profesional –más de una hora tocando, completamente libre de titubeos. No podía identificar los compositores, pero el estilo se veía influenciado por la música de Ravel y DeBussy, mezclado con las ideas del siglo XX, como sí Ravel a veces se topara un atasco.

Varios grupos de gente iban y venían mientras yo escribía, todos al parecer conectados con el Cervantino de alguna manera u otra. Un grupo de siete u ocho personas con credenciales del festival, guiado por una mexicana joven, paró por quince o veinte minutos de café y conversación. En otra mesa, dos norteamericanos de cincuenta y pico años y un mexicano de treinta años estaban trabajando seriamente, cada uno con su propia computadora portátil, como si fuera un grupo de estudiantes preparándose para un examen mañana. ¿Quiénes eran? ¿Periodistas? ¿Publicistas? ¿Académicos planeando una presentación? No sabía.

En una sala opuesta al café, había una recepción para invitados distinguidos del Cervantino, o eso me parecía. Un joven en un traje oscuro esperaba en el patio para saludar los invitados con un apretón de manos cuando llegaran, y un señor les daba un abrazo a la puerta de la sala, como viejos amigos. Estos invitados se veían tan importantes que no llevaban puestas credenciales.

Toda la gente a la que había visto, mirando de reojo mientras estaba escribiendo, era bien vestida, bien educada, sofisticada y exitosa. Una voz dentro de mí decía: ¡Qué lugar tan perfecto! ¡Qué ambiente tan tranquilísimo! ¡La música que viene suena como si fuera del otro mundo! ¡Las conversaciones artísticas! Pero otra voz al mismo tiempo estaba diciendo: !Qué ironía tan perfecta! Estoy escribiendo un ensayo loando las virtudes del teatro popular y político, del arte de la calle, y para hacerlo tengo que ponerme cómodo en este templo del arte clásico —o, mejor dicho, del arte contemporáneo definido por su relación al arte canónico— bebiendo café a precios que están fuera del alcance de los estudiantes y la gente de la calle!

Me consolé con el pensamiento de que uno de mis héroes, Luis Buñuel, habría pensado lo mismo; en mi lugar se habría sentido indignado al estar rodeado por las altas burguesías del mundo de arte, pero luego, como yo, habría pedido otro café. O en su caso, algo más fuerte.

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