Un país sin fronteras

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Quería encontrar el bar irlandés, el cual había visto el día anterior. Quedaba muy cerca del Parque Central de Antigua, de esto yo estaba seguro. Recuerdo que se llama Reillys en la Esquina afuera y Reilly’s on the Corner adentro, pero cualquiera esquina donde estuviera, claro que no era esta esquina. Afortunadamente, había descargado el mapa de Google de Antigua, así que mi teléfono, sin conexión, podía localizarlo en un instante. A tres cuadras de distancia. No pasa nada.

Pantalla capturada de mapas de Google
Pantalla capturada de mapas de Google

El barman, un joven con piel muy pálida y pelo muy rojo, estaba apoyado en el bar, solo, esperando un cliente. Di un vistazo alrededor.

¡Vaya! —dije en inglés. —Pues éste es un verdadero bar irlandés.

Y expliqué al barman que había visitado otros bares irlandeses en América Latina y aunque parecían bares irlandeses y vendían cervezas irlandesas o cuasi-irlandesas, no me dieron la sensación de un bar de Irlanda. En Candelaria, en Bogotá, por ejemplo, había un bar, propiedad de una cervecería local, que tenía un letrero del Tucán de Guinness, aunque no servían una gota de Guinness —un ejemplo perfecto de apropiación cultural en reverso, quizás, ya que los tucanes viven realmente en Colombia, pero no en Irlanda. Adentro, había una barra de madera, larga y oscura en el estilo de Irlanda, pero cuando me senté en el bar y saludé al barman, me miró raro, como si yo no entendiera que esas banquetas eran ornamentas, no asientos. De todos modos llamó a la mesera para tomar mi pedido.

The Pub, Candelaria, Bogotá
Photo by Dave O’Meara

Le expliqué esto al barman en Reillys en la Esquina, la versión corta, solo una o dos frases, y él me dijo, con un acento irlandés, que tenía el mismo problema, que muchas personas en Guatemala no quieren sentarse en la barra. Me dijo, por cierto, que los propietarios del bar eran un estadounidense, un holandés, y un israelí, y que lo habían traído para atraer a los turistas norteamericanos.

—Soy de Derry, dijo (cuando le pregunté), y asentí con la cabeza, dado que había oído algunas de las vocales inimitables del norte de Irlanda.

—Bueno pues, dije, recordando el pizarrón en la calle enfrente del bar que había visto el día anterior, un horario de partidos televisados de los clasificatorios para la próxima Copa Mundial y los playoffs de las Grandes Ligas de Béisbol, —en realidad este es un bar de deportes internacional.

Por eso, él se levantó y fue por el control remoto.

—Tengo que poner el próximo partido de béisbol, dijo.

Y mientras cambiaba el canal, dijo:

—¿Has oído? ¡Vamos a jugar para ir a Rusia! La copa mundial. La primera vez desde 2002.

—¿Quieres decir Irlanda? dije. —¿La República? ¿No Irlanda del Norte?

—Sí, Irlanda, dijo.

—Ah, por supuesto, dije. —Tu eres de Derry.

Y recordé la noche, hace más de veinte años, cuando empecé a descifrar —sólo empecé— la compleja red de lealtades de fútbol en Irlanda del Norte.

* * *

Fue el 11 de noviembre de 1994. (No, no llevo recordando la fecha exacta por todos estos años —la determiné buscándola por Internet.) Acababa de llegar a Belfast, Irlanda del Norte, para asistir a un festival de las artes con una carta de referencia de un pequeño periódico irlandés-americano. El periódico no podía pagarme por mis artículos, pero la carta me otorgó un pase de prensa, con entrada gratis a cualquier función del festival que no fuera agotada. Además, estaba tratando de presentarme como un productor americano quien estaba desarrollando una obra de teatro multimedia de los poemas de Ciaran Carson sobre Las Molestias (The Troubles, el conflicto de Irlanda del Norte). Digo “tratando de presentarme” porque al final abandoné el proyecto, y por eso ahora mis recuerdos de este viaje están teñidos con fracaso y un sentimiento vago de falsedad. Pero esa noche de noviembre, el proyecto todavía estaba vivo, y quizás fuera posible: comenzaríamos con una producción de presupuesto relativamente bajo, al aire libre, en un festival irlandés en Milwaukee. Crecería desde allí. Creí plenamente que el proyecto vendría a ser un logro, de alguna manera. Esa noche, el afán con que me presentaba a las personas era genuino, aunque mi ignorancia fuera mucho más grande de lo que yo sospechaba.

En cualquier caso, el acontecimiento de esa noche no tenía nada que ver con poesía, teatro, o las artes: era un evento deportivo, uno grande: el partido entre las selecciones de Irlanda e Irlanda del Norte. Sin embargo, atiñé a encontrar una conexión con mi proyecto. Me estaba quedando en un pensión en Malone Road y mi plan era mirar el partido en un lugar del barrio, una posada llamada la Eglantine Inn, la cual yo había reconocido, con emoción, la primera vez que la vi, como el lugar de uno de los poemas más importantes de Ciaran Carson, “El gaélico para no” (“The Irish for No”). En el poema, “Baco y sus ’pardos y yo” están bebiendo en la Eglantine Inn, pensando en cosas lingüísticas y nacionales, y aunque la línea de Keats,

White hawthorn, and the pastoral eglantine;
(Espino blanco, y la rosa mosqueta pastoral;)

nunca se cita, muchos de sus famosos vecinos sí, en una meditación girando en volutas sobre “si la mosqueta pastoral fuera ajeno a irlanda”, que es decir, si Keats y el idioma inglés fueran ajenos a irlanda, y aun las palabras “sí” y “no”, bien sabido ausentes del idioma gaélico. Por eso, la Eglantine Inn era un local que yo tenía que visitar, y esa noche, una de mis primeras en la ciudad, era la gran oportunidad.

En cuanto al partido en sí, no sabía que esperar. El periódico de la mañana estaba lleno de él, claro, pero eso era escrito por deportes —quien va a ganar, cómo, y porqué— no reflexiones en la relación entre deporte y sociedad, la cual me interesaba a mí. Y, siendo honesto, sobre la cual no tenía ningún idea, no en ese lugar, no en esa sociedad fracturada. Un columnista había escrito algo de su apoyo para un equipo del norte, aunque fuera el rival de su favorito, cuando estaba jugando para el campeonato nacional contra un equipo del sur. Pero él estaba hablando de fútbol gaélico, un deporte que (eso era una cosa de la que yo estaba seguro) sólo se jugaba por los nacionalistas irlandeses —no de fútbol internacional. ¿Estaba sugiriendo que la misma actitud aplicaría al fútbol internacional? ¿Que lealtades regionales podrían superar otras lealtades —incluso lealtades sectarias— en la gran escena? Lo averiguaría esa noche.

La posada era un bonito lugar, pero vagamente inquietante en su decoración. Parece que estaba diseñada con la intención consciente de evitar la pregunta, ¿en cuál país estamos? Era como si un centro comercial en los suburbios de Estados Unidos hubiera construido un bonito bar en un estilo que pudiera haber sido inglés, irlandés o escoses, pero al mismo tiempo hubiera evitado minuciosamente a cualquier cosa que pudiera referirse directamente a Inglaterra, Irlanda o Escocia. Sin embargo, a pesar de esa esterilidad semiótica, la Eglantina era una posada muy bonita: había teles grandes (para los noventa) mostrando el partido, y el local estaba lleno de hinchas intensos. Había venido al lugar acertado. Pedí un Guinness, encontré un asiento, y me puse a ver el partido, y también, a la gente. La ojeada me dijo poco. Nadie llevaba puesta una etiqueta que dijera “católico” o “protestante”, ni “nacionalista” o “unionista”.

Al principio del partido, había poca conversación. Luego Irlanda anotó un gol, y unas pocas personas vitorearon. Los demás los miraron, los estudiaban. Seguidamente, Irlanda anotó otro gol, y la mitad de la gente vitoreó y la otra mitad sonreía. Cuando Irlanda anotó su tercer gol, todos vitorearon: resultó que todos en este lugar eran hinchas de Irlanda, no de Irlanda del Norte.

Ya que había una amplia ventaja, la conversación empezó a fluir. Cerca de mí había un grupo de maestros jóvenes, quienes me dijeron que trabajaban en una escuela integrada, tal misión era unir estudiantes de ambos lados juntos en la misma aula. Una de ellos era una joven de Inglaterra, una maestra de educación física. Ella era de una familia protestante, pero estaba casada con uno de los otros maestros, un católico. Como yo, ella era una extranjera —aunque con una vista interior— y con rapidez se convirtió en mi guía por lo que estaba pasando. Le dije que yo no sabía que esperar, no sabía como las lealtades sectarias corresponderían a las lealtades deportivas. Y añadí que tan notable me parece que ella, una persona inglesa, fuera una hincha tan ardiente de Irlanda.

—Pues, dijo. —Nunca podría gritar por Irlanda del Norte. No después de lo que ocurrió el año pasado.

Y ella me explicó. Casi exactamente un año antes, las dos selecciones habían jugado un partido aquí en Belfast, en el mismo estadio, no muy lejos de la Eglantina, donde estaba jugando ahora mismo. Y dos semanas antes de esto, en una aldea católica y nacionalista cerca de Derry, había ocurrido un acto de violencia. Derry era —y sigue siendo— la segunda ciudad más grande de Irlanda del Norte, después de Belfast, la capital. El gobierno británico la llamaba “Londonderry” pero la gran mayoría católica de sus habitantes simplemente y con desafió la llamaban “Derry”. Era, en otras palabras, un lugar sobre el cual era imposible hablar sin tomar partido.

Lo que pasó fue una masacre. Pistoleros leales habían entrado en un bar lleno durante una fiesta de Halloween, y comenzaron a disparar. Mataron a ocho personas y dejaron a trece heridas. Fue en venganza por una bomba republicana en Belfast la semana anterior, con damnificados similares. Pero el ciclo de violencia sectaria no fue la causa que había puesto a esa maestra de educación física contra la selección de Irlanda del Norte, sino el comportamiento de sus hinchas. Sólo dos semanas después de la que llegó a ser conocido como la “Masacre de Halloween”, los aficionados en el estadio —protestantes y unionistas por una mayoría aplastante— habían gritado “truco o trato” cuando Irlanda del Norte anotó un gol, como si la masacre hubiera sido nada más que un juego de niños, un fondo fácil de insultos.

Ella sabía sus deportes, esa joven inglesa, esa profesora de entrenamiento físico. Cuando el partido había llegado a su fin (Irlanda ganó 4-0, según el Internet, yo no recuerdo más de tres goles), me explicaba como los jugadores de las dos selecciones, casi todos de quienes jugaban como profesionales en el Reino Unido, y muchos de ellos nacieron allí, habían hecho un compromiso en su juventud de jugar para una de las selecciones. El proceso era complicado, pero yo pensaba que capturaba los puntos esenciales.

De repente se paró.

—Ten cuidado, dijo. —No hables del partido. Ella inclinó la cabeza a un grupo de hombres en chaquetas de cuero negro que acababan de entrar.

—Son leales, dijo. —Estaban en el estadio esta noche.

Así que hablamos de otras cosas por un rato.

En aquel entonces, los pubs en Irlanda cerraban a las once, pero los clubes —lugares con música, baile, entradas pagadas y tragos caros— abrían a la misma hora. Resultó que la Eglantina tenía un club arriba. Yo no necesitaba beber más, pero los maestros jóvenes conocían al hombre en la puerta, y no tuvimos que pagar la entrada…

La última cosa que recuerdo es el DJ tocando una canción por el grupo americano REM:

Eso soy yo en el rincón,
Eso soy yo en el foco,
Perdiendo mi religión…

Todos cantaban la canción. Se sabían toda la letra. Especialmente el coro.

* * *

Casi 23 años más tarde, en Antigua Guatemala, le conté esto al joven barman de Reillys en la Esquina —pues, no todo, solo los puntos más importantes: la noche, el partido, los ecos de la masacre del año anterior. Lo relaté espontáneamente y de memoria, rápidamente, sin detalles, sin búsquedas por Internet para verificar los hechos, sin mención de la maestra de educación física o REM o mi resaca el día siguiente. En verdad, hablamos solamente por 6 o 7 minutos —durante el periodo corto, en otras palabras, en el cual yo era el único cliente en el bar. El barman reconoció inmediatamente de lo que yo estaba hablando —la masacre de Halloween en las afueras de Derry, y el ultraje del grito de “truco o trato” en el partido de las selecciones. Estas cosas eran parte de su historia, parte de la memoria colectiva de su pueblo.

—Por suerte, dijo, —Las cosas no son así nada más. Esa tensión.

Habrá tenido unos 25 años. Si hubiera estado vivo en 1994, habría sido un bebé.

Hablamos un poco de Brexit, de la espantosa posibilidad que la frontera entre Irlanda e Irlanda del Norte tenga que cerrar otra vez, con la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea. Durante la mayoría de la vida de este joven, la frontera había estado abierta, y él no podía imaginar guardias armados y puestos de control. Pero ninguno de nosotros tenía la solución. Era más fácil hablar de deportes.

El barman pelirrojo se encogió de hombros.

—¿Sabes algo? dijo. —Si la selección de Irlanda del Norte alcanzara la Copa Mundial, yo la apoyaría. Para mí, no habría problema con eso.

Él vivía en un país sin fronteras, un país al que había llegado la paz. Al menos en el deporte.

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