Los veredictos de la imaginación

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De los tres impostores catalanes, Ramón Mercader del Río era sin duda el más criminal, aquel cuyas acciones eran más claramente malvadas (al menos desde el punto de vista de quienes juzgan el mundo con lo que un buen estalinista tacharía de moral burguesa). Al mismo tiempo, Mercader es en cierto modo el más interesante y dramático de los tres.  Sin duda, ha resultado atractivo para los escritores de ficción, los dramaturgos y los productores de cine. Para un joven actor ambicioso, el personaje de Ramón reúne todas las condiciones de un papel codiciado: atlético y inteligente, guapo y seductor, complejo y cruel: el antagonista perfecto. En una película de superhéroes, Ramón podría ser el hermano malo o el amigo perdido del héroe, arrastrado al lado oscuro por algún trauma infantil. Su búsqueda para matar a Trotsky podría ser el origen de una trama millonaria, salvo que le falta un elemento clave: no había ningún héroe. Nadie detuvo el crimen. El asesinato fue desordenado, incómodo y feo. El asesino fue capturado y cumplió casi toda una condena de veinte años. Si esta historia estuviera estructurada como una película de acción, el final dejaría un sabor de boca amargo e insatisfactorio.

Es decir, el encuentro entre Ramón Mercader y León Trotsky es más que una simple historia del bien contra el mal.  Las cuestiones morales, políticas y psicológicas provocadas por ese encuentro necesitan más de dos horas para ser exploradas, y mucho menos resueltas, y una exploración imaginativa de esa complejidad, con indicios de resolución, es lo que Leonardo Padura emprende en las más de 700 páginas de El hombre que amaba a los perros.

Padura confía la exploración a su narrador, Iván, quien no es solo una voz sino un personaje central de la novela: la vida de Iván es uno de los tres hilos narrativos que Padura entrelaza en El hombre que amaba a los perros

  • lo de Trotski de su exilio interno en 1929 hasta su asesinato en 1940; 
  • lo de Mercader, del tumulto de batalla en 1936 hasta una desilusionada vejez en Moscú y Cuba; 
  • y lo de Iván, un escritor de ambiciones perdidas, ahora un corrector desanimado y silencioso, un talento quebrado por el sistema literario cubano, que en una playa de La Habana en 1977 se encuentra con un hombre moribundo que pasea con dos majestuosos perros: borzois, perros lobo rusos, animales briosos de otro mundo.

A diferencia de Trotski y Mercader, Iván no es una figura histórica sino una creación de ficción compuesta, sin duda, de varios conocidos de Padura, una amalgama de su generación. Los hilos de Trotski y Mercader, más de dos tercios de la novela, están basados tanto como es posible en los hechos establecidos por la evidencia histórica. El cuento de Iván, en cambio, no es ficción histórica como tal aunque tiene lugar en la historia, en este caso, en la Cuba de los 70 hasta los primeros años del nuevo siglo. Es más bien ficción de otro género, un género bien conocido: el cuento de una generación, relatado por la vida de una figura representativa. La relación entre los sucesos y la verdad es diferente en esta clase de cuento que en la historia (y en la ficción histórica). Padura y sus amigos vivieron, como niños en los años 60, el estimulante apogeo del sueño soviético en América Latina, maduraron entre su marasmo y rigidez en los 70 y los 80, y luego, en los 90, sufrieron sus estragos. 

En el personaje de Iván, representante de esta generación, Padura tiene un mayor grado de libertad imaginativa y emocional que en los relatos de Trotski y Mercader. Esto se debe a que la relación entre los acontecimientos y la verdad es diferente en este tipo de relatos que en la historia (y en la ficción histórica). La verosimilitud no reside en las confirmaciones: “ocurrió de veras este acontecimiento específico”, sino en los asentimientos de los lectores: “algo así ocurrió muchas veces” o “sí, es como iban las cosas en ese entonces”

A partir de sus tres protagonistas, Padura ha construido un triángulo de perspectivas sobre el sueño soviético: 

  • la de Trotsky, uno de los soñadores originales, un intelectual de acción que junto con Lenin utilizó la violencia despiadada y oportunista para transformar su visión de un mundo nuevo en una realidad social, y continuó, tras la muerte de Lenin, pregonando ese sueño al mundo en su forma más inspiradora; 
  • la de Mercader, el creyente a pie juntillas, el seguidor acérrimo del liderazgo de Stalin, el voluntario que se convirtió en un «hombre nuevo» con el odio de clase llenando la parte vacía de su alma donde antes vivía la moral; 
  • y la de Iván, el náufrago ficticio, fascinado por las figuras históricas cuyas vidas ofrecen una respuesta a la pregunta de su generación: «¿cómo hemos llegado hasta aquí?» 

Iván funciona, por tanto, como una especie de árbitro que juzga, en nombre de su generación cubana, a los dos hombres cuyas vidas chocaron en Coyoacán, México, en 1940.

También juzga, por extensión, el proyecto social y la ideología que llevó a los dos hombres a ese momento sangriento: el comunismo soviético en toda su majestuosidad y monstruosidad. ¿Para qué? Iván no pretende cobrar una deuda ni exigir una rendición de cuentas. La historia que está escribiendo es el relato de un crimen dramático, y es un proyecto que podría redimir sus ambiciones literarias perdidas, pero para él es más que eso: es una historia que le ayudará a llegar a un acuerdo con el gran experimento del comunismo de estilo soviético en Cuba, especialmente en las formas que lo afectaron personalmente: su creencia implícita en el sistema cuando niño, sus encuentros con una burocracia literaria que temía y suprimía los retratos realistas de la vida cotidiana, la persecución y probable muerte de su hermano homosexual, y luego, lo más crucial, la década de pobreza y desnutrición generalizadas que siguió al colapso de la Unión Soviética. 

El juicio de Iván nunca es explícito. Nunca nos da un informe sobre lo bueno y lo malo del comunismo cubano. Su juicio se manifiesta, más bien, en los retratos psicológicos de Trotsky y Mercader en el manuscrito que está escribiendo, es decir, en el libro que estamos leyendo. Hay una gran simpatía en las representaciones de los dos personajes principales. Trotsky aparece como incansable y carismático, un exiliado atribulado por el arrepentimiento ocasional de los resultados sangrientos de algunas de sus acciones como líder del Ejército Rojo, pero nunca afligido por un momento de duda en cuanto a la propia causa revolucionaria. Mercader, el joven soldado apuesto y valiente, resulta estar atrapado en una red de privilegios, odios y contradicciones sociales y psicológicas, muchas de ellas enraizadas en su relación edípica con su madre.  La sutil moralidad que emerge en la narración de Iván importa mucho, pero aún más importante es la calidad de su atención en sí misma: su convicción implícita de que las vidas de estos dos complejos hombres merecen una reconstrucción imaginativa que sea cuidadosa, exhaustiva, imparcial y humana. 

¿Por qué debería importarnos lo que piensa Iván? ¿O si su investigación es minuciosa o su escritura matizada? Al fin y al cabo, es un personaje de ficción, una persona inventada que cuenta una historia inventada. ¿Qué importa?

Esta es la apuesta de Padura, su variación de la novela histórica realista. Precisamente porque Iván no es un personaje histórico, el lector no tiene que perder ningún tiempo preguntándose si tal o cual acontecimiento de su relato ocurrió de verdad; en cambio, Iván sirve como recipiente para nuestra imaginación, de la manera que a veces ocurre con las personas reales pero para la que los personajes de ficción están expresamente diseñados: vemos el mundo a través de sus ojos, creemos que tiene una vida interior y conectamos con sus emociones. En la medida en que la magia de la ficción funciona, en la medida en que Iván es un personaje de ficción exitoso, su opinión — su meticulosa y apasionada opinión — nos importa.

Al final, resulta que Padura se guarda un as bajo la manga. Aunque hemos pasado unas 700 páginas inmersos en su narración de las historias gemelas de Trotsky y Mercader y en el relato en primera persona de cómo llegó a escribir el libro, Iván no tiene la última palabra. Al final de El hombre que amaba a los perros, un amigo aparece, un colega escritor quien descubre el manuscrito entre las ruinas, digamos, de la vida de Iván. Este amigo lee el libro y ofrece lo siguiente, no tanto una opinión como una reacción visceral:

Aunque traté de evitarlo, y me revolví y me negué, mientras leía fui sintiendo cómo me invadía la compasión. Pero solo por Iván, solo por mi amigo, porque él sí la merece, y mucha: la merece como todas las víctimas, como todas las trágicas criaturas cuyos destinos están dirigidos por fuerzas superiores que los desbordan y los manipulan hasta hacerlos mierda. Ése ha sido nuestro sino colectivo, y al carajo Trotski si con su fanatismo de obcecado y su complejo de ser histórico no creía que existieran las tragedias personales sino solo los cambios de etapas sociales y suprahumanas. ¿Y las personas, qué? ¿Alguno de ellos pensó alguna vez en las personas? ¿Me preguntaron a mí, le preguntaron a Iván, si estábamos conformes con posponer sueños, vida y todo lo demás hasta que se esfumaran (sueños, vida, y hasta el copón bendito) en el cansancio histórico y en la utopía pervertida?

La generación de Padura, como todas las generaciones, tiene más de una voz, y cualquier veredicto imaginativo que emita debe ser necesariamente variado, un espectro de ideas y reacciones. Para Iván, León Trotsky es un protagonista trágico, culpable de grandes crímenes pero aún así inspirador, condenado a ser ejecutado por un agente del monstruo que había ayudado a crear; Ramón Mercader es un antagonista fascinante, un amasijo de contradicciones, un hombre que sólo es capaz de sentir amor por los perros; y el sueño igualitario del comunismo al estilo soviético aún merece una atención respetuosa, si no una creencia. Para el amigo de Iván, en cambio, Trotsky es simplemente un carajo, Mercader no vale ni una palabrota, y el comunismo es la mierda pervertida que les dieron de comer de niños y que ahora hay que rechazar absolutamente.

Uno imagina que la posición del propio Padura es más cercana a la de Iván. Al fin y al cabo, el autor dedicó años de cuidadosa y aparentemente compasiva investigación a las vidas de Trotsky y Mercader, y su libro desprende respeto y empatía en cada página.  Pero cuando llega el momento de resumir la novela, Padura cede el escenario a otra voz, la de la ira y la amargura.

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Category: En español